Jardín japonés

Al día siguiente mi hija se operaba de escoliosis.
Nos despertamos temprano, Mariana preparó la canasta con los sándwiches mientras yo despertaba a Camila. Desayunamos y, a eso de las once, salimos rumbo al Jardín Japonés.
Unos días antes, Camila había dicho que quería ir al jardín ese donde hay pescaditos, y me pareció buena idea que se distrajera un poco y no pensara tanto en la operación. Habíamos visitado el lugar unos meses atrás, le había gustado mucho y, por algún motivo, quería revivirlo.
Cruzamos el portón de madera y nos detuvimos en la pequeña casilla donde se compran las entradas. Luego atravesamos un pórtico e ingresamos en el jardín. Hacía calor, era pleno verano, por lo que casi no había otros visitantes. Es un parque grande rodeado de árboles que lo aíslan del ruido de la calle, y en el centro hay un hermoso lago artificial. Lo mágico del lugar es que, una vez dentro, el tiempo parece transcurrir más despacio. El estanque está poblado de peces de colores y fue lo primero que Camila quiso ir a ver cuando entramos. Corrió delante hasta un puente curvo que cruza un brazo estrecho del lago. Cuando la alcanzamos, estaba en la parte más alta, agachada, mirando hacia abajo entre los barrotes de la baranda. El agua es cristalina y permite ver las piedras del fondo sobre las que han crecido algas de un verde muy pálido.
–No hay un solo pescado –dijo Camila algo desilusionada.
–Cuando les demos de comer van a venir enseguida, vas a ver, pero antes busquemos un lugar con sombra.
Encontramos un grupo de árboles bajos pero frondosos. Tendimos nuestra lona y, mientras Mariana organizaba el almuerzo, Camila y yo fuimos a comprar alimento para peces.
Camila siempre fue sana y nos parecía un crimen operarla. El único problema era que su columna se estaba deformando, y lo haría aún más en los años venideros porque empezaba a entrar en la pubertad que es el momento de mayor desarrollo. La columna tenía la forma de una S o, mejor dicho, de un gran signo de pregunta y todos los médicos coincidieron en que había que intervenirla lo antes posible. Cuánto más tiempo pasara, más compleja y riesgosa sería la operación.
Regresamos con la bolsita de alimento, cruzamos el puente y fuimos a una playa de arena en la que había unas rocas que se metían en el lago y desde las que podríamos ver a los peces mucho más de cerca. Camila abrió la bolsa y desparramó algo de comida sobre el agua. Yo di unos golpecitos sobre la superficie para atraerlos.
–¿Los peces van a venir por tus golpes o porque olfatean el alimento? –preguntó Camila. Realmente desconocía si lo que había hecho podía tener algún efecto y jamás se me había ocurrido pensar si los peces tenían olfato. No supe qué responderle, entonces la miré y puse cara de no tener idea y los dos nos reímos. Al rato apareció el primero, uno grande de color naranja.
–¡Ahí viene uno! –gritó Camila.
–Shhh, no hagas tanto ruido que lo vas a espantar.
Como si hubieran recibido un mensaje, a los pocos minutos aparecieron todos los peces del estanque. Realmente eran muchísimos y se peleaban por el alimento que flotaba en el agua y que ya había empezado a hundirse como una lluvia de láminas blanquecinas.
–¡Mirá, papá, el tamaño de ése!
–¿Cuál?
–Ese naranja con manchas negras.
–¡Guau!
Camila quedó pensativa un momento y no pude saber porqué. De pronto dijo:
–A ése lo conozco. ¿Te acordás? No era tan grande la otra vez que vinimos. Creció un montón. Lo identifico por el color y por la mancha negra que tiene en los ojos que parece un antifaz. ¡Sí es el mismo, estoy segura!
Realmente, para mí, todos eran iguales. Es verdad que había más grandes y más chicos y que eran de especies diferentes y que cada uno tenía una coloración particular pero había tantos que era imposible distinguirlos.
Camila sacó otro puñado de alimento de la bolsa, se acercó al borde, y les tiró más comida. Los peces se arremolinaron, algunos pasaban por encima de los otros, hubo aletazos que levantaron agua pero siempre el que se imponía era el enorme pez naranja de antifaz negro.
Yo estaba ligeramente detrás de Camila. Ella estaba agachada, apoyada sobre sus manos, mirando absorta el lago. Tenía puesta una musculosa ajustada y su cabello caía hacia delante. Era notable la asimetría de la espalda. Una pequeña giba se insinuaba bajo su hombro derecho. Ya había pasado el tiempo del corsé, una armadura plástica que había tenido que usar por más de un año sin ningún resultado. La curva siguió progresando y parecía que lo único que podría detenerla serían los dos implantes de titanio que iban a adosarle a la columna.
–El grandote es el que más come, papá. Nadie se atreve a robarle la comida, mirá –dijo Camila girando la cabeza hacia donde yo estaba.
–Por eso es el más grande. Debe ser el mejor adaptado.
–Entonces, ese chiquitín que está ahí debe ser el peor. Fijate, todos lo asustan y casi no come el pobre.
–Es verdad. A eso se le llama selección natural, sobreviven los más fuertes o, mejor dicho, los mejor adaptados al medio.
Entonces, Camila se movió a otra piedra, estiró una mano y dibujó un círculo de comida alrededor del pequeño pez que se había alejado del grupo.
Después de algunos minutos, la bolsa de alimento se terminó y sobre el agua ya casi no se veían las hojuelas blanquecinas. De a poco –satisfechos, supongo–, los peces se fueron marchando y el lago volvió a la tranquilidad que había perdido durante el tiempo que duró la batalla por la comida. Camila se quedó pensativa, otra vez. A lo lejos, escuchamos la voz de Mariana que nos llamaba a comer.
–Papá, cuando llega la noche ¿adónde van los peces?
–Supongo que a ningún lado. Deben dormir entre las piedras.
–¿Y no tienen miedo? Te imaginás, todo oscuro y en silencio.
–No te preocupes, son peces, deben estar acostumbrados.
Me había propuesto no hablarle de la operación, aunque tal vez lo que ella necesitaba era justamente lo contrario. Me pareció que distraerla era una buena idea, por eso se me había ocurrido lo del Jardín Japonés. A las seis debía empezar el ayuno y tenía que tomar unos medicamentos para estar lista.
Camila se sacó las zapatillas y se sentó con las piernas cruzadas sobre la lona que hacía de mantel. Mariana había preparado tres platos con tres formidables sándwiches de pan negro, pollo, lechuga y tomate. Dentro de un termo teníamos jugo de naranja fresco.
–¿Aparecieron los pescaditos? –preguntó Mariana.
–Sí, mamá, no sabés, eran miles. Se peleaban por la comida y siempre ganaba el grandote de antifaz negro.
–Bueno, ahora comamos nosotros y no hace falta que nos peleemos porque hay un sándwich para cada uno ­–dijo Mariana con una sonrisa.
Por un momento, comimos en silencio. Sólo se escuchaba el sonido de una cascada distante y de vez en cuando algún chapoteo en el agua. Si uno se esforzaba podía lograr identificar el ruido amortiguado que llegaba desde las avenidas que rodeaban el parque, pero era bastante difícil.
Camila rompió el silencio con otra de sus preguntas:
–¿Cómo sabés, papá, que los peces no tienen miedo de noche? Acaso, ¿hablaste alguna vez con ellos, o podés leer sus mentes?
Yo todavía estaba masticando y no pude hacer más que mirar a Mariana y sonreir.
–Yo creo –dijo Mariana– que los peces no tienen conciencia. Dudo, entonces, que puedan tenerle miedo a la noche. En todo caso, es probable que sientan como negativos o peligrosos ciertos estímulos de los que van a preferir alejarse.
–Eso qué significa –dijo Camila–, ¿qué tengo que preocuparme o que no tengo que preocuparme?
–Creo, Cami, que tu pregunta no tiene respuesta –me animé a decir–, nadie puede saber realmente lo que sienten los peces.
–La verdad que este sándwich está muy rico –dijo, y cambió de tema.
Esa noche me costó dormir. Di vueltas y vueltas en la cama. Cuando logré hacerlo, soñé con los peces del jardín japonés.
Yo era uno de ellos. Más específicamente, era el gran pez naranja con antifaz negro. Nadaba tranquilo por el estanque y veía todo con ojos de pez. Las piedras y las algas aparecían algo difusas pero eran reconocibles. Cuando miraba hacia arriba me encandilaba una gran explosión de luz y, recortadas como siluetas de papel negro, veía las formas de los árboles y a veces figuras que se movían en la orilla y que eran sinónimo de alimento. Bastaba verlas para sentir un deseo ingobernable de nadar hacia ellas. Mientras avanzaba, a centímetros del fondo arenoso, sintiendo el cosquilleo de las algas a lo largo de mis escamas, pude ver a los otros peces que empezaban a ubicarse entre las piedras para pasar la noche. Ninguno parecía tener miedo, simplemente buscaban un lugar, se acomodaban y allí quedaban flotando, inmóviles. Di mi última ronda y, en un recodo del lago, amparado entre dos piedras, encontré al pequeño pez que ya casi no comía. Estaba muerto de miedo, temblaba y no podía parar de retorcerse.

Hernán Galdames