En camino


Cuando subimos ya estaba Pierrot sentado en el último asiento, un resplandor pálido en medio de la oscuridad. Yo iba con mi traje de marinero que era bastante incómodo y prefería pensar que no lo tenía puesto, aunque en el fondo me gustaba. Me había pasado la tarde tratando de dibujar, con cierta profesionalidad, una de las barcazas de desembarco que hacía nueve meses y dos días habían llegado a las playas de Normandía. Pero me faltó documentación, no pude dilucidar cómo era la forma de la popa, todas las fotos que encontré habían sido tomadas desde dentro de las embarcaciones mirando hacia proa, tal vez para mostrar el miedo en la cara de los soldados. Aunque no sé si sería miedo, más bien ausencia, porque en el momento de la foto seguro estarían pensando en sus familias y no en la guerra. Como Pierrot que viajaba ausente, disgregándose al otro lado del vidrio, pensando quién sabe qué.
Papá y yo ocupamos un asiento, y mamá el de adelante. De vez en cuando papá me daba un apretón en la mano. Mamá iba atenta al camino y controlaba a Don Joaquín. A las pocas cuadras el colectivo se detuvo en la parada de José Ingenieros. Subieron un Drácula y un Frankenstein. Era evidente que los disfraces los había hecho alguien que no sabía de disfraces: les faltaba profesionalidad. Eran sólo burdas copias. Mí traje de marinero no sé si estaría bien hecho, porque nunca me planté frente a un espejo para verlo en detalle. Mamá era muy buena costurera y detallista por demás, y lo debe haber cosido con mucho esmero. Igual, a mí, me tenía sin cuidado, me lo ponía para satisfacer a papá que le gustaba llevarme disfrazado aunque él fuera vestido con la ropa de siempre. Después de un rato se olvidaba de nosotros y no hacía otra cosa que mirarle las piernas a las mujeres. No dejaba de girar su cabeza de aquí para allá. Casi como Don Joaquín, el chofer, que movía la cabeza a izquierda y derecha sin parar mientras manejaba; algunos opinaban que era para ver si venía alguien corriendo por las bocacalles. Como era el único colectivo que hacía el recorrido, no podía seguir de largo. Por eso, a veces, paraba de golpe en una esquina, apagaba el motor, y esperaba que llegase el pasajero. Pero para mí, lo que hacía, era mirar por los dos grandes espejos que tenía a los costados. De haber sido así, se diría que le importaba más lo que iba dejando atrás que lo que estaba por venir.
Las popas de los lanchones de desembarco eran complicadas de dibujar: primero se me ocurrió que debían tener una puerta para que subieran las tropas, aunque no estaba del todo seguro porque sospechaba que lo podían hacer por la proa, usando la misma planchada que bajaban al desembarcar en la playa; además, suponía que por ahí abajo debían estar las hélices y también los motores. Aunque después dudé, y llegué a la conclusión de que atrás no debían tener puerta porque seguro habían sido diseñados para que los soldados sólo pudieran salir hacia delante. En la parada de Rolón subió un montón de gente, todos los que vivían en la loma, la mitad disfrazada. Los que no cubrían sus caras con máscaras y eran, en su mayoría, madres que acompañaban a sus hijas que vestían de colombinas, gitanas rusas, damas antiguas. Cuando pasaron al lado de mi asiento, me achiqué lo más que pude para que no me vieran con el traje de marinero. Entre los nuevos pasajeros iban también dos hombres, uno disfrazado de Zorro y el otro de Don equis. Uno de negro, el otro de blanco. Tanto la X como la Z, que llevaban cosidas en la espalda, habían sido hechas con pedazos de trapo. No eran nada profesionales.
Después de andar un rato por Rolón, el colectivo dobló por Alsina. Siempre a oscuras, porque Don Joaquín sólo encendía la luz interior cuando se detenía en las paradas. Qué lástima, porque para un ocasional peatón hubiera sido un gracioso espectáculo vernos pasar sacudiéndonos como tristes muñecos de feria. Lo que no debió tener ninguna gracia habrá sido viajar en los lanchones de desembarco; papá me leyó que muchos se hundieron antes de llegar a la playa, y los que lo lograron, fueron recibidos por una lluvia de artillería. Así y todo lograron desembarcar. La peor parte del viaje, al menos la que a mí menos me gustaba, era cuando pasábamos por el cementerio. Esa zona, no sé por qué, era más oscura que el resto del recorrido. Además siempre había alguien esperando en la parada y nunca era un payaso, un cadete militar, o un cacique Sioux. Siempre subía un fantasma, un Drácula, o un esqueleto. Parecía que lo hacían a propósito o que el hecho de vivir cerca del cementerio los predisponía. Como todos los demás, ellos también iban preparados para la guerra de agua; se adivinaban bajo los disfraces, los pomos, las bolsas de papel picado y los lanza perfume.
Cuando a lo lejos, quebrando la oscuridad, se empezó a ver un resplandor amarillento y algunos destellos que iluminaron el cielo, y comenzó a escucharse un murmullo grave en el que no se identificaba ningún sonido, pero que de a poco fue creciendo y empezó a separarse en explosiones, gritos y palabras que fluían de un altoparlante lejano, todos se agitaron en sus lugares, se acomodaron y volvieron a acomodarse, se miraron unos a otros, evidenciando la ansiedad en sus miradas.

Al final, cuando todo terminó, durante el regreso –yo no sé si me ocurríó sólo a mí o si les pasaba a todos–, más allá de que volvíamos mojados, con papel picado pegado a nuestra ropa, con serpentinas enmarañadas en el pelo y tremendamente cansados, me sentí otra persona. Tuve la sensación de no ser más el mismo. Como si hubiera crecido de golpe. Al otro día, casi no tuve ganas de dibujar. Pero al hojear los diarios vi que seguían llegando noticias de la avanzada aliada y que estaban repletos de fotografías. Hasta conseguí una foto en la que se veía, aunque algo escorzada, la popa de uno de los lanchones de desembarco. Como había supuesto, no tenían puerta trasera. 
Hernán Galdames 2011