El fantasma

La luz de los faros se clavaba en la niebla e iluminaba formas imposibles. Adentro no era muy distinto, Verónica apenas se intuía por algún reflejo que partía del tablero. Estaba volcada hacia la ventanilla, dándome la espalda y sin emitir palabra.
Había sido una tarde larga en lo de mis suegros. Una de esas experiencias que cada tres o cuatro meses me tocaba repetir y me permitía confirmar que el tiempo es inversamente proporcional a la medida de nuestros deseos.
Siempre regresaba en el mismo estado de disolución. Un padecer que se iba asentando mansamente durante el viaje de vuelta a lo largo de la ruta veinticinco hasta la panamericana. Una sensación que me vaciaba y me convertía en esclavo de la inercia. Pero esa noche fue diferente porque en el revuelo de sombras que iban aniquilando los haces de luz, algo deforme y voluminoso se modeló frente al auto; primero sólo un bulto oscuro, luego dos proyecciones hacia la banquina, inmediatamente un brillo de rayos que convergían en un aro plateado. A centímetros del suelo una luna blanca vuelta hacia nosotros con dos puntos rojos ardientes, un lomo espeso ensangrentado y garras aferradas a caños retorcidos. Apenas tuve tiempo de dar el volantazo. Verónica lo vio pasar por la ventanilla que custodiaba celosamente.
Pisé el freno mientras Verónica gritaba:
–¿Lo viste? Era un tipo tirado. ¿Qué hacemos?
Yo seguía frenando, ya estaríamos a cincuenta metros del lugar.
–¡No, no pares! Puede ser una trampa.
Levanté el pie del pedal y volví a acelerar. El espejo retrovisor era sólo un rectángulo negro.
La rebuscada y contrahecha figura me recordó a una de las tallas que me había mostrado Alberto esa tarde. Ya era una costumbre que luego de los saludos de rigor, Alberto me invitara al taller a ver las nuevas obras. Como si yo tuviera alguna autoridad en el tema, un contador devenido en poeta de fin de semana que se suponía podía tener algún tipo de entendimiento de lo que era el arte.
Alberto me tomó del brazo y me despegó de Verónica y su madre. Salimos por el ventanal del fondo y fuimos hasta el garaje convertido en estudio. Habría diez nuevas tallas desde la última vez. Deformaciones de hombres o mujeres que parecían revolcarse indecisos en el barro de la creación. “Todas muy interesantes” fue mi comentario, el adjetivo sin compromiso que siempre se imponía. Alberto me mostraba una a una las estatuillas y relataba el desarrollo y los accidentes de cada muesca girándola en el aire, dando luz a todos los ángulos posibles.
Una de ellas era una masa orgánica, un pedazo de raíz de algún árbol donde todavía se identificaban los nudos y parte de la corteza. Con naturalidad, las formas se diluían en brazos, piernas, manos y entre ellas círculos metálicos concéntricos y rayos partidos.
En el momento no me llamó particularmente la atención. Pero esa noche, cuando abandonamos la ruta vecinal y subimos a la Panamericana, pude notar la coincidencia. De alguna manera Alberto había profetizado lo que acabábamos de esquivar. Debí haberle preguntado el título de la obra y en qué se había inspirado.
Cuando me di cuenta, había pasado los ciento cincuenta kilómetros por hora. Levanté, entonces, un poco el pie del acelerador y tragué saliva. Verónica estaba completamente dada vuelta tratando de ver en la oscuridad. Después de un segundo nos miramos. Los dos teníamos las caras descompuestas por el miedo y un temblor nos inquietaba el pulso.
–¿Y si era un pobre tipo en bicicleta que lo atropelló alguien? Podríamos haberlo auxiliado –dijo Verónica.
–Vos me dijiste que no frenara.
–¿Y si vamos a una comisaría para avisar?
–Pueden creer que fuimos nosotros. Nos va a convenir desaparecer lo antes posible. Nunca estuvimos en esta ruta, nunca vimos nada. Nada.
Esa noche dormimos poco. Confirmamos a la mañana siguiente que ambos repetimos el mismo sueño que nos despertó una y otra vez durante toda la noche. El bulto tirado, la cara blanca y los ojos desorbitados en un mudo reclamo. Yo le agregaba fugaces intromisiones de la estatuilla y las manos de Alberto acariciando la madera pulida, recorriendo brazos y piernas que de pronto dejaban de ser lo que eran para convertirse en nudos y bulbos.
Salí a comprar el diario temprano y miramos si había alguna noticia: “Accidente en ruta veinticinco, ciclista atropellado”, pero no encontramos nada. Verónica llamó a la madre para averiguar si se habían enterado de algo, sin decir palabra de lo que habíamos visto. La conversación derivó en detalles de la visita del día anterior, un repaso inútil de circunstancias superfluas. Habían hablado en la cocina hasta hartarse pero igualmente todavía quedaban cosas por comentar. Alberto y yo, en cambio, agotamos en pocos minutos todo lo que se podía decir acerca de las estatuillas y regresamos al living con la idea de tomar un whisky. Al cabo de unos minutos, se las ingenió, como siempre, para sacar el tema de la infertilidad, hizo referencia a nuevos tratamientos que aseguraban embarazos sin complicaciones. Recordé, entonces, la noticia de una mujer que llevaba doce hijos en el vientre y sentí asco. La panza hinchada y todo ese entrecruzamiento de miembros diminutos se me apareció como otra de las tallas horrorosas que acababa de ver. Una masa pardusca y pulida, una aberración del hombre entrometiéndose en la naturaleza. Claro que no dije nada, me limité a asentir y tratar de salir del tema. Por suerte se escuchó el llamado a la mesa que terminó con la inútil conversación.
Al día siguiente sonó el teléfono muy tarde. Atendió Verónica. Una confusión de llanto y palabras entrecortadas la desconcertaron en un primer momento. Enseguida se dio cuenta de que era su madre, muy alterada. Hizo lo posible por calmarla, y al fin pudo entender que Alberto había tenido un accidente. Tras algunas preguntas Verónica rompió en llanto y soltó el teléfono. Levanté el tubo del piso y dije que ya salíamos para allá.
Fue un viaje seco, frío y amargo. La ruta estaba casi vacía, sólo algunos camiones en la Panamericana y casi nadie en la ruta veinticinco. Sentimos una incomodidad, cierta extrañeza al pasar por el lugar donde habíamos visto al hombre caído hacía dos noches, ninguna seña particular, un pedazo más de ruta igual a todo el resto.
Nos topamos con una ambulancia al entrar en la casa. Notamos movimiento en el taller y corrimos directo hacia allí. Alberto todavía estaba hecho un nudo en el piso entre caños y una rueda de bicicleta. Me asusté. Los paramédicos estaban tomándole el pulso y examinándolo pero todo parecía terminado.
La madre de Verónica se puso a llorar a los gritos ni bien nos vio entrar. Luego se calmó y nos explicó que Alberto se había levantado temprano para empezar un nuevo trabajo a partir de una bicicleta retorcida que había encontrado la tarde anterior, al borde de la ruta no muy lejos de la casa. Cruzamos con Verónica una mirada de espanto. En principio se pensó en una ataque cardíaco, pero después se dieron cuenta de que había muerto electrocutado. El soldador debió tener una fuga eléctrica y Alberto recibió una brutal descarga que lo ovilló en el piso hasta morir.
Salí del taller para tomar aire. Sin darme cuenta me encontré caminando por el borde de la ruta. La banquina era escasa y estaba flanqueada por una zanja que por momentos se desbordaba y me obligaba a andar por el asfalto. Los autos pasaban muy cerca pero no me importaba. Los sentía cuando ya los tenía encima y luego era sólo una fracción de segundo de estruendo, viento y hojas revueltas.
Entre los pastos cubiertos de polvo identifiqué una cruz clavada en la tierra. Le colgaba una cinta que en algún tiempo había sido colorada. Salté la zanja, me arrodillé, arranqué los yuyos que la cubrían y la observé en detalle. Una placa de madera declaraba nombre, fecha y motivo de la muerte de un tal Gonzáles Benito. Miré bien los alrededores y estuve seguro de que ese no era el lugar, además la cruz, la placa y la cinta eran muy viejas. No, no era ahí.
Seguí caminando. Confuso. Como en el momento en que Alberto volvió a sacar el tema en la mesa: un nuevo tratamiento, lo había leído en la Nación, un doctor suizo que se había instalado en la Argentina, tal vez tuviéramos alguna posibilidad. Mi suegra lo secundaba, se notaba en su sonrisa el enorme deseo de una casa llena de nietos, hasta tenía preparada una habitación. No pude evitarlo, reaccioné. Verónica trató de apaciguar los ánimos, pero no pudo contenerme. Me levanté y me fui. Tal vez hice mal. Sí, ahora estaba seguro de que había hecho mal. Verónica me había prevenido muchas veces. Conocía mi temperamento y también conocía a sus padres. Puse el auto en marcha y Verónica se despidió de ellos, a juzgar por sus gestos, excusándose. Salimos marcha atrás hasta la ruta. No podía sentirme culpable. Nadie podría haber sabido que Alberto moriría dos días después.
Al fin di con el lugar. Al menos eso creí. No era muy distinto a los demás, pero estaba casi seguro. Mire las marcas en el asfalto y efectivamente se veían dos grandes manchones negros de una frenada. Era posible que fuera ahí pero de día se veía muy distinto. Busqué entre el pasto alguna pista, algún resto de la bicicleta pero no encontré nada.
Al regresar, ya estaba acostado en su cama. Nunca lo había visto con una expresión tan serena aunque ese rostro no era realmente el de Alberto.
Verónica me llevó hasta la cocina y me preguntó dónde me había metido. Los hombres de la funeraria iban y venían buscando agua y algodones. Le expliqué que había caminado a lo largo de la ruta hasta el lugar. Verónica se quedó callada. Mirándome. Como preguntando. Yo me quedé en silencio también, hasta que salí para hacer unos llamados telefónicos.
Luego de unos días, fuimos con Verónica a la clínica del médico suizo para someternos al tratamiento. Tras algunas semanas, nos dieron la noticia de que estaba embarazada. Para ese entonces vivíamos en casa de su madre. Luego del entierro nos pareció prudente quedarnos allí una temporada. Llegamos con la noticia una noche y festejamos tras la cena con una botella de champagne.
Un mes después fuimos a hacer la primer ecografía. Al principio la imagen no era más que una niebla confusa que dibujaba brillos y volúmenes imposibles. Pero de a poco se fue asentando y pudimos ver en la pantalla que esperábamos mellizos. Estaban entrelazados, dramáticamente ovillados formando una masa difícil de discernir. No me pareció que nada bueno pudiese surgir de allí. Claro que no dije nada y me limité a sonreír.

Hernán Galdames